Un desvarío de Ermanno Olmi
Archivado en: Inéditos cine, "Cien clavos"
Autorretrato en 1999 ante una pequeña parte de mi biblioteca.
No sin cierta grima vengo a criticar en estas líneas Cien clavos, la cinta de 2007 de Ermanno Olmi que el pasado domingo tuve oportunidad de ver en la bienamada filmoteca. Los reparos surgen porque alzo mi pluma contra un cineasta que en verdad admiro en títulos como El empleo (1961), la más certera disección de las miserias laborales jamás filmada por un tomavistas; Durante l' estate (1971), entrañable retrato de un perdedor nato; o La leyenda del santo bebedor, brillante adaptación del original homónimo de Josep Roth, que es a su vez uno de los más precisos acercamientos a quienes beben hasta matarse que se hayan visto la pantalla.
Pero el Olmi de Cien clavos está mucho más cerca del de El árbol de los zuecos (1978) que de aquel que yo estimo. Distinguida en varios festivales -los premios siempre son para los solidarios- respecto a El árbol... se dijo en su momento que era algo así como el Novecento (Bernardo Bertolucci, 1976) de la Democracia Cristiana. Partiendo de la base de que Novecento es la película de Bertolucci que menos aprecio -abomino de la exaltación del obrero tanto como de la del burgués y también me da grima ver a los niños vitoreando a Stalin- vengo a censurar a mi admirado Olmi no sólo por su mitificación de la gente sencilla, sino por hacerlo además frente a la criminalización de los libros.
El asunto de Cien clavos gira en torno a un profesor de Filosofía encarnado por Raz Degan, una rata de biblioteca, que un día decide que no tiene más recuerdos que los del saber adquirido en las miles de páginas leídas y decide destruir un centenar de códices, incunables, primeras ediciones y demás joyas bibliófilas clavándolas al suelo de la biblioteca que las guarda con el centenar de puntas aludido. Acto seguido se va en busca de la sencillez de las gentes que ocupan ilegalmente una parcela en la ribera del Po, aquellos que Antonioni retrató en su esplendido documental de 1947.
Pero el maestro de Ferrara emplazó su cámara desde una perspectiva antropológica, la que el tema requiere, en tanto que Olmi lo hace desde la del mito. No hay ningún libro que valga lo que beber un vino con un rústico, viene a decir en un momento dado. Me he emborrachado cientos de veces con patanes, gañanes y gentuza diversa. Por citar a lo leído en mis páginas de ayer, doy fe de que ni siquiera uno de aquellos melocotones me ha proporcionado ni sombra de la emoción y la sabiduría que leer a Villiers de L'Isle Adam cuando apunta en La Eva futura (1886): "El despertar no trae consigo el olvido del ensueño (...) Los vínculos de la belleza son fuertes y sombríos".
A estas alturas de la Historia, venir con una pamplina del jaez del valor de la gente sencilla, que no lee, mira al cielo y dice que va a llover guiada por su saber vulgar, es como decir que los rubios tienen los cabellos de oro y pretender haber dado con una buena metáfora. A la postre, esa beatificación de las personas asilvestradas se remonta al Rousseau del buen salvaje. De idéntica manera que la destrucción de los libros por parte del profesor lo hace al Sócrates de "sólo sé que no sé nada". Al día de hoy, la gente asilvestrada, las aledas que no producen nada o sólo cosechas que es más barato importar de otros países -no los pueblos que son pequeñas ciudades, claro está-, no nos cuestan a los contribuyentes urbanos más que dinero. Pero no me detendré en este aspecto.
Vengo a censurar al Olmi que se alinea con esos nefastos jóvenes que se jactan de no haber abierto un libro en su vida porque es más interesante estar con los amigos o el deporte embrutecedor. Pero también con las marujas que dicen que los libros ocupan mucho espacio y con aquellas otras que exigen que los regalen en el colegio mientras los bibliófilos nos preguntamos ¿por qué no son gratis todas las cosas, empezando por el trabajo del marido de la buena señora? O, mejor aún, ¿por qué no es gratis el trabajo de todos los que tienen a bien dejar los libros?
Lo hace además en un momento en el que el libro, como ese objeto hermoso y entrañable junto al que nos gusta envejecer -el cura al cuidado de los códices ultrajados ha perdido la vista pero los sigue reconociendo al tacto- se ve amenazado por el E-book y el expolio del que está siendo objeto en Internet.
Yo admiro a Ermanno Olmi porque veo en él a un cineasta cuya puesta en escena está dotada con un fulgor especial. No es otra cosa que cierto ascetismo, que desde su jansenismo también inspira al gran Robert Bresson. Al igual que el francés, a excepción de La leyenda del santo bebedor, Olmi nunca ha rodado con actores profesionales y no obstante su sobriedad y su impersonal color, incluso en esta desatinada Cien clavos su realización es sugerente. Por eso me duele alzar mi pluma contra él como me duele alzarla contra el Bertolucci maniqueo de Novecento. Pero hay que decir que lo de Attila (Donald Sutherland), el cruel camisa negra destripando al gatito de un cabezazo, es para tocar la campana en señal de amonestación. Los fascistas eran perversos porque en su máxima expresión -los nazis- compitieron con los comunistas en su máxima expresión -los estalinistas- en su amor a la carnicería. Aunque dedicar versos a Stalin les haya salido gratis a Rafael Alberti, Pablo Neruda o Miguel Hernández, el Zar rojo no le fue a la zaga a Hitler puesto a matar gente.
Pero anunciar la perversión del fascismo en la secuencia del gatito en la peluquería es de una precariedad intelectual alarmante, algo así como lo de mi admirado Olmi al proponer a los ribereños del Po como redención de la sabiduría. A menudo, ante ese culto a los rústicos y a los asilvestrados, pienso -y bien me duele tener que citar a un santón de la cultura oficial- en ese Machado que escribe: "mala gente que camina y está apestando la Tierra".
Vivían y me hablaban, tituló Henry Miller el primer capítulo de Los libros en mi vida (1969), esa evocación de sus lecturas a la que quisiera parecerse mi bitácora. El gran Truffaut recogió ese título en la frase que pronuncia uno de los bibliófilos de Fahrenheit 451 (1966) antes de disponerse a ser quemado junto a sus libros. A la espera de reconciliarme con Olmi, me quedo con ese gran Truffaut que decía que los libros, las películas y las mujeres son lo más grande que ha dado la Humanidad.
Publicado el 31 de agosto de 2010 a las 15:00.